“Ensayo sobre el Juicio Final”

Si de algo está el hombre cierto, a pesar de su incredulidad, es que ha de morir.
Algo que mientras lo contempla aún no ha experimentado por si mismo, pero de lo que tiene plena certeza.
Sin embargo, se resiste a su fin, o mejor aún, desearía que no le llegase a él, sabe que supone la aniquilación total de su “yo” más íntimo; el ser al no ser.
Es algo distinto al exterminio o destrucción física.
Sin lugar a dudas, sufriría si le amputasen parte de su cuerpo,
aún más, si se le trasplantasen órganos vitales vaciándolo de los propios y sustituyéndolos por ajenos, hasta el límite de decir que solo conservaba la apariencia interna, por mucho dolor que sufriese, en tanto viviera, su psiquismo no experimentaría el desarraigo que supone la extinción que conlleva la muerte.
En esto consiste fenecer: más allá de la violencia aniquiladora, en la no consciencia. En la inconsistencia del ser. En la nada.
¿Cuál es la razón?
Sencillamente, que de igual manera que el hombre lleva sellado en lo más íntimo de su ser la semilla de su caída, de igual manera lleva grabada la de la inmortalidad. De un lado la vida; del otro la ruina.
Ha de morir, si; pero su interior grita que no sea definitivamente del todo.
Lo crucial de la desaparición no es la destrucción celular del ser humano; es que, una vez que Cronos ha congelado su tiempo, marca de manera inexorable lo que ha sido ésa vida. Una vida que va a ser evaluada.
En sus dudas sistemáticas - a pesar de que no las confiese públicamente, aún sin saber cómo sostener que todo proviene de la nada, le preocupa desvelar la última suerte y lo relaciona con la clásica fórmula de la condenación. Si no de manera literal, trata de encontrar fórmulas sustitutorias ¿Es destruido el cuerpo y pervive el alma? ¿Resucitará solamente el “justo”?.
Es una manera de creer que su vida no puede ser abocada a la nada absoluta.
Sin embargo, más que “cómo”, sería interesante ahondar en el significado del “Juicio”.

El Juicio o examen final de una vida ha sido interpretado tradicionalmente desde la perspectiva de un Dios severo. Baste recordar el impresionante “Réquiem” de Verdi, compuesto como honra fúnebre a la muerte de Manzoni , donde de manera magistral su música nos habla en el “Die Irae” de ese Dios vengador.
En este pensamiento ha influido, sin duda, “la teología de la condenación”, en la cual se nos muestra un Juez airado que introduce el miedo en el hombre para evitar su perdición, más que su entrega al amor del Padre.
En toda carrera existe un plazo marcado para alcanzar la meta. El tiempo de una vida, que sabemos efímera y que el hombre malgasta.
Por una parte, en debilidades que le encadenan a falsos diosecillos,
de otra, no buscando la implantación de un mundo más justo y solidario donde el hombre sea reconocido por lo que es y no por lo que tiene o hace. Y en esta tensión llega el momento de responder de sus actos.
La “Señora de las tinieblas” acude solícita a llevárselo.
Ha traspasado los límites del espacio y del tiempo y se halla ante el Misterio que todo lo sustenta.
Es el momento en que ha de morir.
De la misma manera que nació sólo, ha de asumirla solo. Sin más compañía que las del bagaje que lleva consigo. De lo que ha de aportar en ese juicio que le espera ante un Dios vengador... Justo, si queremos definirlo con exactitud.
Pero…si de Él decimos, en sus atributos que es infinitamente “Bueno”…¿cómo entender esa justicia que ha de conllevar una condena eterna? Y a la inversa…Si ha de hacer justicia, según las obras del reo, acrecentamos su recto proceder, pero será a costa de no admitir la infinita ”Misericordia”

¿Cómo deshacer el nudo gordiano?

Con este dilema en el que se va a jugar nada menos que el ser o no ser, acude el hombre.
En su anterior etapa tenía infinidad de obstáculos entre la “Luz” y él. Nubes, velos que impedían percibir el Rostro. Ahora, no. Ahora el encuentro es cara a cara entre la Luz y la oscuridad. El Misterio y él mismo.
Existe una inmensa distancia entre el cielo y la tierra y por primera vez lo experimenta con mayor intensidad que la que produce la contingencia de si mismo, cuando se mira al infinito espacio que aparece en la bóveda celeste de una noche oscura.
Teme. Y como se le ha enseñado que se justificará por sus obras( no así Pablo, que dice que lo que justifica al hombre es la Gracia) lo primero que hace es mirarse las manos. Manos blancas, sin casi nada o nada dentro. Manos vacías. Todo lo que encuentra es el propio desmérito. Ha de ser su propio juez y verdugo.
Las imágenes son más gráficas que las palabras y lo difícil es aconsejable compartirse de la manera más sencilla.
Por eso, en esta reflexión, en este ensayo, vamos a recurrir a ellas. Imaginarlas.

El espacio es inagotable. Ante el hombre se alza imponente una Luz a la que le resultaría imposible mirar cara a cara, so pena de quedar cegado al instante. Pero, sin comprenderlo, puede hacerlo. Esa luminiscencia le atrae irresistiblemente, en contraste con su negrura. Negrura de pecado. Negrura de omisión. Negrura de negación y desconfianza. Tal como fue su propia vida.
En todo colorido, a igual que el arco iris, observamos una gama de tonalidades, pero en realidad solo existen dos, que dan lugar a los demás: el blanco y el negro. Y si queremos ahondar más, el segundo es tan solo ausencia del primero.
El hombre, que proviene de las tinieblas, encuentra un puente como único camino para llegar hasta esa Luz, que le reclama bondadosa. Siente una irrefrenable atracción por ella y de alguna manera que no sabe entender, presiente que proviene de esa fuente y ahora regresa, como el río busca morir en el mar.
Es frágil.
Tanto, que sus carcomidas tablas crujen a cada paso que da, amenazando engullirlo en el océano de fuego que se abre bajo sus pies, en el abismo que ha de cruzar. Camina desnudo, encorvado por el peso de la lacra que soporta sobre sus espaldas.
En un impresionante silencio, en la opacidad que le envuelve, aparece una especie de pantalla que abarca todo del espacio. Da la impresión de que va a proyectarse una película, y en realidad eso es lo que sucede. Pronto lo entiende, apareciendo el título sobre la tela impoluta, que dice:”Ésta es tu vida”.
El pánico le invade. Las imágenes muestran lo que fue. No es apta para menores. Se avergonzaría de que alguien que le conociera pudiese estar presente. Mentiras, engaños, maldades, abortos, violencia, egoísmo. Sólo se amó a si mismo. A su manera no creyó en nada más que en lo inmediato.Cuando finaliza toma consciencia; no posee méritos suficientes, mejor dicho, ninguno, para reclamar el derecho de pasar el travesaño hasta la otra orilla.
Y entonces, no le queda alternativa más que dejar que sea la Luz la que le haga integrarse en ella, confía en ese Misterio porque se sabe condenado por si mismo, sabe la diferencia que existe entre lo que le atrae y lo que es. Confía en la gratuidad, entonces se confía.
Y la respuesta es desconcertante.

“Eres tú el que has de elegir.

Yo te concedí emanciparte de Mí para que fueses el que debías ser durante los años que viviste en el mundo. Ahora, esa libertad es indisoluble y sin ella nos serías tú .No serías hombre .Si no te hubiese concedido el don del libre albedrío , te habría hecho otra criatura, por ejemplo, un ángel. Pero decidí que fueses hombre. Elige entre el bien y el mal. Entre el abismo que se abre ante ti o este margen en el que estoy Yo. Tu Dios.”
De nuevo se estremece,... el peso de la decisión es suyo.
La apariencia del puente bajo el cual crepita el fuego es sustituido por la responsabilidad. El hombre reconoce la infinita bondad del que le habla a través de la Luz. Su misericordia va pareja a la justicia. La misericordia es un don propio y la respuesta pasa por las manos del propio hombre.
Por fin entiende ... no es Dios el que decide su porvenir, sino él mismo.
Ha de ser él mismo el destinatario y el actor de su propia tragedia
¿Cómo superar el nudo gordiano?
Recuerda que el propio Misterio se desveló a los hombres en figura humana. En eso consistía su exoneración.
No supo o no quiso entenderlo, pero ahora, haciéndolo, reconoce y dice: Se que soy yo quien ha de decidir mi destino. Mi consciencia me hace admitir que debo aceptar la nada eterna. Esto es, morir y no resucitar. Pero también sé que Tu amor es infinito y recurro a él.
Obviada la justicia, que él ha asumido como decisión propia, implora la benevolencia.
El amor.
Y la respuesta es salvífica. Porque más que su limitación, se impone el empeño manifestado por el” Misterio” en la entrega desvelada a los hombres, cuando peregrinó a la tierra asumiendo la figura del Hombre.

Ángel Medina